Díaz, D., Montero, O. y Rojas, V. (2010). Crónicas de jóvenes poetas. Anuario Electrónico de Estudios en Comunicación Social "Disertaciones", 3 (1), Artículo 13. Disponible en la siguiente dirección electrónica: http://erevistas.saber.ula.ve/index.php/Disertaciones/ | ||
Reseñas
* DÍAZ, Dasmereli; MONTERO, Osjanny; y ROJAS, Vaitere. Estudiantes de Comunicación Social de la Universidad de los Andes.
La simplicidad en los versos de Rodolfo
Su apariencia no lo hace distintivo. Su tez morena lo cubren una camisa blanca, un pantalón jean azul y cabellos negros. Las trenzas verdes fosforescentes de sus anchos zapatos blancos y las figuras urbanas de su camisa recuerdan parte de su antigua forma de plasmar la realidad. Antes las paredes rasgadas por el aerosol eran el soporte de sus pensamientos, ahora lo es un papel. Miles de versos están desbordados en las hojas que lo acompañan a donde va, que lo acompañan en donde está reflexivo, atento a palabras que le interrogan, a la vida que lo rodea. Su cuerpo es todo expresión. Remoja constantemente sus labios con saliva, dibuja con sus manos su mundo abstracto. Un mundo en el que la soledad y los murmullos de la naturaleza son su inspiración. En ella se queda, deja que lo inunden y arrastren hasta desembocar en palabras, versos, deseos y sentimientos contradictorios que lo hacen extasiar de placer cuando son capturados por los tímpanos y pupilas de su otredad.
Quien ama es un prócer en el campo de la entrega
Su mirada se pierde en el vacío que lo conduce a sus profundidades, a sus espacios que se cubren con el manto de las cavilaciones. Se hace un fugaz silencio, y su voz lo trae de vuelta para contarnos que escribe a fin de “sacarlo todo” y “para protestar”. No concibe que el héroe de sus versos sea para la historia nacional un personaje más. El movimiento incesante de sus manos confirma sus palabras: “soy de las personas a quienes no les gusta dejar nada quieto”. Con vehemencia y un rictus de complicidad en su rostro, su voz le hace saber al mundo que Francisco Pérez, el joven poeta de versos inéditos, se identifica con “los que patean la mesa”. Este hombre no cree en los preceptos de la sociedad, por eso una sonrisa se dibuja en su piel de niño para acompañar a los fonemas que expresan: “me gusta romper los paradigmas”. Francisco es el poeta que ama con el cuerpo, que entrega su piel y crea versos con la carne, pues “la poesía es una comunicación”. Mientras se comuniquen los amantes con los besos, las caricias, los suspiros… en esa entrega carnal, afirma el poeta que sí hay poesía en la entrega sexual. “Si el beso es hermoso, entonces dices algo hermoso”. Su cuerpo, ese cofre en el que alberga su alma creadora, como lo describe el niño-hombre, hace mover su mano para entregarle a la otredad la pasión y el fervor de sus versos. Esa mano que él concibe como mero instrumento del alma, de su alma de vate. Los dedos y la palma que se mueven inquietos, para escribirle a la entrega del amor y para hacer vibrar las cuerdas de la guitarra que protesta, en compañía de la voz del niño que se hace hombre bajo el cobijo del éter de los poetas. Su mano derecha acomoda sus cabellos acariciados por el viento. Recoge su guitarra. Acomoda sus ropas que lo camuflan entre los estudiantes de Comunicación Social. Guarda en su bolso su libro preferido, las páginas cuyas palabras hacen inmortal la vida y la obra del prócer de sus poemas. Carga su pequeño mundo material a su espalda y el alma en su mirada, aquellos ojos aguamiel que desnudan al poeta. Se aleja bajo las sombras de los árboles; paso tras paso, se pierde en el silencio al que lo condena la cotidianidad. El mundo oculto de Francisco Su cuerpo transpira timidez. Unos lentes anchos ocultan sus ojos, unos bolsillos llenos de versos sus rígidas manos. Una camisa negra con rayas blancas y un jean azul su materia corporal en donde corren como caballos desbocados el amor, el placer y todo su difuso ser sin los límites transgresores de una sociedad que vive a miles de kilómetros de distancia de sus sentidos. Parece estar, convivir entre la gente, pero sólo está la materia, los versos, escritos o andantes en su cabeza lo transportan otro lugar. Trata de dibujarlo con su voz, trata de reflejarlo en los ojos que no se dejan ver, en las sonrisas que vienen y van, en su cuerpo que no reposa. Es un mundo que sólo él entiende y no comparte con muchos. El astro del cielo encandiló el pasto verde, sus palabras la hoja cargada de interrogantes. La vio consumirse, ser devorada por el fuego abstracto de su espontaneidad. La tarde comenzó a morir entre los escombros, la soledad llegó con el ocaso, él la esperaba, ella lo envolvió, quedaron contemplándose, dejando que el silencioso andar de la poesía resonara entre las montañas y los aletargados pasos de la nada. El templo de Edward
Su cabello largo se sujeta con una cuerda, sus brazos largos le alcanzan las piernas y su voz algo aguda escribe sobre las hojas del árbol donde ha dejado nacer sus versos. La poesía se manifestó desde corta edad y le ha servido para gritarle a los “cánones sociales” que, al igual que él, la gente tiene hambre, tiene sed, angustias y miserias. Sus ideas son izquierdistas, el sistema desanima su homilía hedonista y dionisiaca, sin embargo, no han impedido que desde el lápiz trace sus pensamientos y que desde la calle exprese su libertad, su fuego y su arte. Lo bueno y lo malo son sinónimos así no se reconozcan, pues para Edward el amor puede enamorarse del odio y el odio puede morir en los brazos del amor. Los sentimientos no pueden ser aislados, sean buenos, sean malos siempre se tejerán. La poesía, por su carácter universal, “profundo y dueño de un todo” es capaz de conjugar todos los sentimientos y si acaso fuesen malos, “su lírica lo haría hermoso”, las palabras no son quienes atan al alma, es su significado lo que hace que cuerpo y alma sean esclavos de un sentimiento.
El cementerio relativo de Diego Él gira con su cuerpo delgado, sobre los largos zapatos de tela que se cruzan sobre el pavimento de granito tostado de sol y deja caer sus brazos llenos de trenzas de colores sobre sus caderas casi rectas. Sus cabellos destellan aros de luz que acompañan a la aurora pausada del día naciente. Su voz, casi onírica, se desplaza entre las hojas perdiéndose inútilmente su filosofía autoritaria y déspota. Son apenas veintiuna dalias las que adornan sus pensamientos, moldeado para ser plasmado sobre un soporte desde sus cinco dalias y que todavía se sigue repensando. Escribir para Diego es como el amor: una burda “excusa” para vivir. La función no radica en compartir o mostrar a alguien lo escrito, no; es buscarse, repensarse y volverse a escribir como un verso editado cien veces. Sospecha que escribir es una inutilidad pertinente, pero suficiente para llenar el espíritu de condolencias y nuevas carreras en donde lo que importa es el proceso, no lo que se encuentre, pues “vivir es la eterna búsqueda de la nada”. Diego vive para escribir, las letras son su cárcel y los barrotes no imploran a un tal dios una recompensa, sólo piden a la sombra de la luna que alumbre desde la ventana para verificar así teorías de soledades acompañadas por la burguesía andante con la que el preso conversa, hipócritamente, sonriente. Esa sonrisa burlona retumba las materias, ya muertas, de las almas habitadas en el cementerio, donde las esculturas lloran petróleo y las rosas de plástico sustituyen a las marchitas, las mismas a las que Diego aplasta con su zapato mientras camina y clava sus ojos marrones en la luna ausente que su boca pronunció mientras las hojas le robaban las palabras. |
|
|
|
Todos los documentos publicados en esta revista se distribuyen bajo una
Licencia Creative Commons Atribución -No Comercial- Compartir Igual 4.0 Internacional.
Por lo que el envío, procesamiento y publicación de artículos en la revista es totalmente gratuito.